Casi sonriente, recuerda cómo el viejo ferrocarril recorrió bufando y rechinando aquellos casi 400 kilómetros que separaban Pergamino de la Capital Federal. Atrás dejaba su infancia llena de reproches, y su adolescencia, abortada por la imperiosa necesidad de rehacer su vida. La mamá, “tan buenita” ya no estaba, y el papá… no estuvo nunca: el tano era bravo. En el campo lo ayudábamos juntando maíz, él nos había hecho una “maleta” de arpillera con cuero y un alambre con un gancho para abrir las chalas que, luego de engancharlas, las tirábamos en la maleta; formábamos grupos de bolsas separadas de las de otras familias. Eran tiempos como en la película “Las aguas bajan turbias”, debíamos a todo el mundo, la plata era sólo para los patrones. También limpiábamos el lino con un azada. Estas cosas no me gustaban, pero si andar a caballo. Si no colaborábamos, mi viejo nos mataba a golpes, sobre todo a uno de mis hermanos, le tenía idea y cuando le pegaba a todos llorábamos, hasta mi mamá. A nosotros nos dominaba con la mirada.
Ya había decidido, a sus quince años, un nuevo destino y olvidar… ¡como si fuese tan fácil, exclama, pero sabía que lo lograría. Confiaba en la capacidad heredara de su madre, “tan buenita”, en su astucia, innata, y en su fe en Dios. Se lo recordaba aquel crucifijo que la madre había pendido de su cuello poco antes de partir, para acompañarla desde el cielo, eso dijo.
Oye aún el crujir de los viejos vagones y el chirrido de los frenos, aminorando la marcha. El gran tinglado de la enorme estación. El vocerío en los andenes llenos de gente que marchaban a paso apresurado buscando la salida con sus cargas, el griterío de los vendedores, los altoparlantes: la confundieron. Sintió temor.
Sonríe al decir que tuvo que sobreponerse para preguntar y asesorarse de que forma llegar a Villa Devoto, el destino final de ese viaje. Dentro de aquel caos de coches, colectivos y tranvías, de los que sólo había oído hablar a los mayores, todo le llamaba la atención. La persona que la asesoró, con buena disposición y ternura: quizá se apiadó de mí, una pobre pajuerana recién arribada a la gran Capital, pero se lo agradecí infinitamente.
Luego de viajar en dos líneas de tranvías, incómoda pero alegre, arribó a la dirección que buscaba, la casa de su hermana mayor, a quien le ayudó a cuidar su nene enfermo.
Grandes árboles, plátanos y paraísos añosos, cubrían de sombra las irregulares aceras.
Ligustros y matas sobre pequeños muros, dominaban el cerco perimetral de la mayoría de las viviendas. Y aunque su memoria volvía y volvía a Pergamino, quizá, por la similitud del paraje, poco tiempo bastó para adaptarse a su nueva forma de vida.
A los veinte años tomó otra gran decisión: vivir sola. Había conseguido un empleo que le brindaba perfeccionamiento y por el que vislumbró un gran futuro, una nueva familia con quien convivir y el trato decoroso, que siempre había anhelado. Fueron los años en que descubrió la habilidad que tenía en sus manos. Comenzó a pintar en tela, tejer macramé, bordar y confeccionar vestidos de fiesta, de novias o para quinceañeras, no ya como un mero pasatiempo, si no como una posible forma de vida: Ya casi podía pensar en formar mi propia línea de modas, sí, pensé en armar un taller de corte y confección. Pero estaba sola.
Le gustaba bailar y concurría a los encuentros con el único afán de divertirse, y lo lograba, era buena bailando y pronto comencé a ser considerada por los bailares que ocasionalmente llegaban al salón del Club Social.
Quizá aquel patio de baldosas negras y blancas, que semejaba un gran tablero de ajedrez, la convirtió en la reina, al hallar, de pronto, inesperadamente, a su príncipe azul. Así revive al que fue su esposo: … lo amé mucho, fui muy feliz con él, me dio todo lo que pude soñar. ¡Y tanto!... que en pocos meses la llevó al altar, me hizo sentir mujer y volvió a cambiar, para siempre mi vida.
Todo, aunque igual, se le antojó distinto; las calles, los árboles añosos y hasta las flores parecían de pronto haber adquirido un toque mágico, dijo, nunca tuvimos disidencias, éramos el uno para el otro. Vivíamos en un mundo color de rosa donde todo era dulzura, consideración y amor… Alguna vez pensé en mi pobre madre, que siempre me hablaba de lo lindo que sería, para una mujer, tener un buen hombre a su lado…
En pocos años lograron tener la vivienda propia. Fue como en un cuento de hadas, un amigo interesó al marido en vivir más cerca y ante la oportunidad de un plan de viviendas, cambiaron el urbano barrio de Saavedra por las quintas del General Sarmiento.
El Barrio Textil de Polvorines, en esa época era muy feo, había un solo teléfono en la estación y el hospital estaba a cargo de las monjitas que lo mantenían bien; no había nada, fue duro.
Otra vez sus recuerdos la volvieron en el tiempo…, otra vez el campo, el barro, las plantas…; el aire libre, las privaciones… Sólo que se sentía feliz.
Tal como en una alfombra mágica, su príncipe la subió a su automóvil para hacerle conocer y disfrutar de lugares a los que sólo conocía de nombre y a los que alguna vez creyó que solo existían para las fotografías de libros y postales. ¡Era tan mágico su príncipe!, se empeñó y por fin logró que llegase la cigüeña, portando una hermosa muñeca. ¡Todo lo que ella anhelaba, él lo conseguía!
Y esa hija le dio dos nietos, buenos y cariñosos que le llenan la vida.
Porque un día, inesperadamente, Dios se llevó a su príncipe azul. Aunque ella sintió, siente, que su esposo permanentemente está a su lado, él no dejó que se derrumbara: sus labios en mi frente, su aliento en mi mejilla al susurrarme y su mano apretando la mía, me hicieron incorporar, volver a vivir y a sonreír. Y poco a poco me puse a jugar con lo que me gusta.
La mayoría de esas creaciones: batitas, escarpines… animalitos de peluche, forman parte de ese volver y volver de Elsa en busca de su infancia y una adolescencia que no se lo permitió, demasiado apresuradas. Regala a los hijos de sus manos. Y también regala su tiempo y su ternura junto al grupo de “Voluntarias por la vida”, donde también se dedica a seleccionar y reciclar ropa de donaciones destinadas a quienes las necesiten; acompañar enfermos, confeccionar ajuares de bebés para madres solteras… Me encanta ese trabajo, llena la mayor parte de las horas de mi vida.
¡Cómo no la van a considerar y querer!, no sólo por el amor que prodiga, también por la alegría y la fuerza esperanzada que irradia a sus ochenta y cuatro años, ha sido elegida “Reina de los jubilados”.
¿Si pudiera cambiar algo en Polvorines? Se queda pensativa, incrédula de que a ella se le pida semejante parecer. Y al fin lo traduce en su previsible preocupación: … más escuelas, más trabajo para los papás, para que las madres puedan ocuparse de los chicos, que están muy solos.
*Edgardo Buscarons Idoyaga (1956), uruguayo, radicado en Tortuguitas. Integrante de SEMA (Sociedad de Escritores de Malvinas Argentinas).
** Cuento publicado en la antología Artesanos de la Memoria, del Proyecto "Talleres Itinerantes", del Círculo Literario Abierto de Abuelos Bonaerenses Auspiciado por la Secretaría de Niñez, Adolescencia y Familia del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación.
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